martes, 25 de octubre de 2016

Para compartir...

Vamos "calentando los motores" de cara a lo que se viene este viernes 28 de octubre a partir de las 10:00 en la FCE UNER. Aquí les dejamos algunos textos anticipando algunas cuestiones del encuentro que compartiremos con Sebastián Russo y Pablo Russo.

Sombras vivas o El pueblo en/como cine

Apuntes dispersos y dispersantes sobre Pueblos expuestos, pueblos figurantes, de G. Didi Huberman

¿Cómo hacer la historia de los pueblos? ¿Dónde hallar la palabra de los sin nombre, la escritura de los sin papeles, la reivindicación de los sin derechos, la dignidad de los sin imágenes? ¿Dónde hallar el archivo de aquellos de quienes no se quiere consignar nada, aquellos cuya memoria misma, a veces, se quiere matar?
Georges Didi Huberman

Nos hemos propuesto reseñar “Pueblos expuestos, pueblos figurantes” de Georges Didi Huberman. Propuesta del que esto escribe y del ámbito que lo acoge, la revista especializada (y con perdón del término), que hace foco (que no es lo mismo que pugnar por un nicho –siempre, de mercado-) en el cine documental. Es decir, en aquel cine que pretende expresar emanaciones problemáticas, afectivas, afectantes, y a través de una retórica de un “género” en constante revisión incluso de su mismo estatuto “genérico”, de la siempre inasible “realidad”, del inabordable “real”. Pretensión que así todo, y “pese a todo”, no encuentra sosiego, y no debería encontrarlo -tal la asunción ética desde la que debe erigirse toda producción cultural, y no solo-. Como tampoco los textos, las investigaciones que intentan dar cuenta de tales cines, de tales directores, tales films (sean documentales o ficcionales –oh, maldita distinción-)
Georges Didi Huberman, a él nos referiremos, y sobre el que diremos algunas pocas cosas, y algunas más –no tantas- sobre su hasta ahora último libro,  se ha convertido en una suerte de gurú de la historiografía del arte contemporánea. Y no solo. Sus interrogaciones, siempre cargadas de una sutileza incluso -sobre todo- escritural no abstraída de potencia argumentativa,  han sido recepcionadas con algarabía y fruición por especialistas de distintas disciplinas. Y tal vez, y entre otras cosas, sea precisamente por su puesta en duda y a la vez encabalgamiento de “las disciplinas”, de “los especialistas”, bajo una lógica que no es la de la tan mentada transdisciplinariedad, sino más una (digamos pasoliniana) in-disciplina en los encorsetamientos académicos, lo que ha hecho de su obra, de su lectura, un objeto de culto, uno de los últimos “descubrimientos” del mundillo académico y artístico argentino, a pesar de que su obra tiene ya más de treinta años (su primer libro “La invención de la Histeria” es de 1982), convirtiéndose rápidamente en canon, y “sentido común” en el acervo de historiadores, sociólogos, filósofos del arte, pero también (los así llamados) curadores y de los propios artistas. Siendo de hecho ésta conjunción barroca, esta suerte de montaje de atracciones, atraído y convocado por la terceridad hubermaniana, de teóricos hacedores y artistas teorizantes, una de las claves de mayor interés para pensar su trabajo. Que no sólo se centra en la recuperación warburgiana-benjamiana (como si eso solo no alcanzara para rendirle cierta pleitesía), sino en una suerte de conjuración pragmática, de devenir teórico del artista (y viceversa), y no solo en el uso práctico-teórico de una palabra poetizada, poetizante, sino el de asumirlo en términos ideológico-actitudinales: “Las imágenes como las palabras se blanden como armas y se disponen como campos de conflictos. Reconocerlo, criticarlo es la primera responsabilidad política del historiador, del el artista”, dirá, de hecho, en el libro que intentaremos aquí comenzar a reseñar, seguir haciéndolo.
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            Su (hasta ahora) último libro publicado en nuestro país (su prolificidad nos hace ser cautos con esta enunciación, es probable que al escribir estas líneas un nuevo libro de su autoría esté ya en las bateas) Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Manantial, 2014) propone una nueva torsión a su extensa obra, a su inquieta interrogación intelectual. Tal vez su más ambiciosa propuesta: indagar (de hecho) los distintos modos de exposición en imágenes (sobre todo cinematográficas) de los pueblos. Propuesta, que en su desmesurado afán lo deja tan expuesto al arbitrio y la inespecificidad del “gran trazo”, como comprometido a un modo de historización abjurador de los micro análisis, cuestionador del gesto del especialista. Relevante primera decisión, sobre todo en diálogo con el tipo de producción crítica contemporánea, entrampada en lógicas académico endogámicas, inhabilitadoras de tales pretensiones más dadas no solo a un entrame histórico de largo aliento, sino a una posibilidad de lectura extendida, no enclaustrada en sequitos de especialistas.
            Incluso otro anacronismo circunda sus palabras, el de una mirada políticamente no aséptica sino comprometida en la “tradición de los oprimidos”. Claro está, el fantasma de Walter Benjamin guía su obra (éstas, todas), su obsesiva relectura, su afanoso dejarse inundar por su espectro. Acosado (pareciera, y cómo no) por él, escribe y dedica su trabajo. “A la memoria de los sin nombre está dedicada la construcción histórica”, cita de Benjamin como epígrafe. Nuevamente expuesto, ante cierto halo romántico, moral de sus palabras, de su proyecto, Didi Huberman compone y con absoluta conciencia de ello el papel del intelectual comprometido. Sofisticado en sus interrogaciones, en sus lecturas, pero no por ello diluido en los avatares de una posmodernidad académica: de anclajes políticos impostados o nulos, o de progresiso cliché, de microscópicas y tecnicistas interrogaciones. Un anacronismo, habiendo discurrido conceptualmente sobre él (véase “Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes”, 2008), aquí como método, asunción ética, política.

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            Representar a un pueblo, irrepresentarlo, sub exponerlo, espectacularizarlo. Modos de la expresión cinematográfica en torno a un dilema madre/padre, fundacional. Surgido el cine en paralelo a la cuestión de la multitud (qué hacer con ella, cómo controlarla, coptarla, reencauzar su potencia indómita, inaprehensible: batería ideológico conceptual que expresa el horizonte de aparición y enunciación de las incipientes ciencias sociales, y de las formas de acción de gobierno justificado por tal ideario), un recorrido por sus formas de expresión son casi la historia misma del cine. Harun Farocki de hecho intentó hacerlo (en “Trabajadores saliendo de la fábrica”, 1995), reuniendo críticamente distintas formas de representación de los trabajadores en el cine, una (otra, la misma) Histoire du cinema. Incluso la de la caracterización de pueblo como trabajador. Georges Didi Huberman, en el trabajo que pretendemos aquí reseñar (tanto para señalizarlo –entre medio de muchas otras “novedades editoriales”-, como para volver a encontrar, o inventar –en el mejor de los casos- nuevas, otras, las mismas señas, marcas que su libro sugiere), extiende tal caracterización, la de “pueblo trabajador”, a la de masa sub expuesta, a la multitud espectacularizada (otro modo de la subexposición, del ocultamiento de su signos vitales, de su densidad afectivo política), a la del figurante. Es decir, una de las líneas de trabajo (de las varias) que sigue el autor en este libro, es pergeñar una suerte de glosario, atlas (arbitrario, sugestivo) de las formas de exposición del pueblo en el cine, aunque también en la fotografía, la plástica. Sin el consabido rigor cientificista (de pretensión de generalizable verdad, de exhaustividad macro, pero incluso microscópica –en pretender hacer foco en lo mínimo, subyace el temor al gran trazo, a la completud trágica al que todo trabajo intelectual debe aspirar-) DH navega por ciertas figuras de los “sin rostro”, de esas “sombras vivas” que circundan las pantallas, dando el fondo necesario para que “la” figura se destaque, se constituya en modélico estereotipo social. Masa indiferenciada que tendrá momentos de encarne como sujeto político (de “exposición” en la esfera pública, tal la definición de Hannah Arendt de “politicidad” que DH recupera), en directores como Eisenstein, Rossellini, Pasolini, Wang Bing.
Serán precisamente los “sin nombre” los retratados, o en tal caso, retratarlos para otorgarles (nuevamente, en un renovado acto de resistencia por/en ellos) nombre/rostro a aquellos que ya no lo tienen. Tal la propuesta, el acto convocado de –como mínimo- leer la historia a contrapelo, desmontando la historia narrada por los vencedores, y montando –montajísticamente hablando, en términos cinematográficos, pero no solo- una historia de los vencidos. Nombre y rostro, de este modo, como un sinónimo de construcción identitaria. El rostro (pensemos en aquel texto de Jacques Aumont, “El rostro en el cine”) como aquel que otorga identidad en cine, en donde las afecciones quedan “expuestas”, en toda su potencia. Y es que habría un halo spinoziano (nunca del todo reivindicado como tal, tampoco negado) en este libro de DH. Afecto y potencia, o la potencia del afecto, y afección como aquello que hiere, que molesta, que inquieta, tal la caracterización conservadora y no solo de la multitud.
            En ese sentido, habría varias tensiones (no dicotómicas, sino dialécticas) que plantea el autor, y que permiten expresar la trama conflictiva político-estética que pretende construir, y que atraviesa la historia del cine (y no solo, claro) Por un lado la evidencia de que “no basta que los pueblos sean expuestos en general… (sino que) es preciso preguntarse en cada caso si la forma de esa exposición los encierra o bien los desenclaustra”. Una primera tensión que sienta las bases político-ideológicas de interrogación. Entre la alienación y la emancipación (al menos en términos potenciales, discursivos –pero lo sabemos, en el comienzo estuvo la palabra, la imagen, el signo-) Una pregunta que hecha a una producción audiovisual, artística, no deja de ser, en su aparente planitud, de una potencia irreductible, de una necesidad inclaudicable, más inoída (irrealizada) de lo que debería. Pregunta que tiene su correlato en formas, decisiones estéticas y técnicas (sabemos, la técnica es un modo de expresión de lo político, no su instrumento)
Por otro lado, mencionaremos la tensión propuesta por la díada figura/figurante. Lo que parecería (malamente, o sea, no benjaminianamente) plantear lo mismo que la anterior pregunta, entre lo liberado y lo enclaustrado. Si bien el concepto de “figura” tiene una interesante connotación política, en términos de “aparecer –figurar- en la escena pública” como modo de constitución de un sujeto político (Hannah Arendt). El concepto “figura” es también pensado en su torsión espectacularizada, la de la “estrella”, figura de cine. La que lejos de ser una expresión de liberación, de desenclaustramiento, compone el modo alienante propio de la industria cultural. Tanto para el que accede a este estatuto (he allí desde “Sunset Boulevard” -Wilder, 1950-, y su epígono franco-argentino “Boulevares del crepúsculo” de Edgardo Cozarinski -1992-, a “Birdman” –González Iñarritu, 2014- para evidenciar el trágico enclaustramiento de la star), como para aquel que intenta devenir al menos una sombra de su ídolo/a. Actores y espectadores, hundidos en un mismo e intercambiable baile de sombras. Aunque claro está, el lugar del figurante tampoco es necesariamente ni el de la absoluta alienación de la masa homogénea, ni el de la potencialidad de la multitud (indignada –como torsión del autonomismo contemporáneo, pero no solo-, por caso) El figurante, dirá DH, constituye “la noche del cine… cuando el cine se pretende un arte para hacer brillar a sus estrellas”: masa indiferenciada, (lo) fuera de(l) foco, fondo sobre el cual se recorta la figura. Pero que en Einsestein, invirtiendo la lógica de Hollywood, pasan a ser sujeto revolucionario, precisamente por su no entronización individual. De masa a comunidad. Y podemos pensar en el cine de Jorge Sanjinés que (no nombrado por DH) ha realizado un gran trabajo teórico cinematográfico tras este intento, el de revertir los canones de filmar a los pueblos, incluso en él, no solo haciendo una inversión entre individuo/comunidad, sino incoporando otra progresión temporal. Un tiempo ya no lineal, ni siquiera intempestiva, tal la benjaminiana recuperada por Didi Huberman, sino cíclica, propia de la cosmovisión andina (ver “El coraje del pueblo” -1971-, “La nación clandestina” -1989-, entre otras)

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Diremos por último, lo que no es ni lo último a decir, sino quizás tal vez lo que deberíamos haber dicho al comienzo (pero quién dice qué) Nos referimos al concepto de exposición, que configura una de las díadas del título del libro y aparece como primera cuestión trabajada por el autor en este libro re-señado. En este caso la pregunta de Didi Huberman toma un carácter “fundamental”, es decir, que se monta sobre el estatuto (fundamento) ético de la producción cinematográfica (y no solo) Se pregunta sobre el modo “justo” de tal exposición. Aquel que ni sub-exponga, ni sobre-exponga; tales los términos técnicos del quehacer fotográfico, transmutados aquí en conceptos para expresar una ética (¿y no es acaso este el principal rol del intelectual, refundar sobre lo dicho la lengua en pos de densificar la experiencia, en principio, del habla?) Aquel que exponga al pueblo (los pueblos) de modo justo, es decir, expresando una “parcela de humanidad”. Pero “¿Cómo captar lo que nos parece una parcela de humanidad pero que concentra en un solo rostro la humanidad entera, y no en abstracto, sino de la humanidad concreta e intensamente eficaz en el mero esfuerzo de una solo instante para alzar los ojos hacia el otro?” Para intentar responder esta pregunta, realizada con tal grado de sutil complejidad (la que se merece un tema como el que aborda), se ocupará de la obra de Wang Bing, que dará nombre a su “Epílogo del hombre sin nombre”. ¿Cómo dar nombre, en definitiva, al hombre (y con él, a todos, todas) sin nombre? Sobre todo a través de la macerada e in-espectacular forma de mantener el “misterio de lo indescifrable”, del silencio existencial –“no mera vacuidad sino trabajo de cada instante”- del hombre que Bing sigue, acompaña con su cámara respetuosa, y no por ello poco atenta, incisiva. “Jamás se comprenderá al otro sin acompañarlo, sin respetar físicamente, aunque sea desde atrás, a distancia, cada movimiento y cada temporalidad específicos de su cuerpo”, dirá Didi Huberman sobre este trabajo audiovisual elegido para cerrar su libro, el que le sirve como corolario, como intento de respuesta a los modos de exposición y figuración de los pueblos en cine. Corolario en el que apela una vez más a la responsabilidad, al compromiso, y sobre todo humildad no solo del realizador interpelado (como Bing y su “lección de humanidad” con este film), sino del escriba, el historiador, o “investigador” (tal la pretensiosa y neutralizada forma contemporánea de nombrar-nos), que como señala de la tarea de Wang Bing no haga “ningún ruido –como autor, como yo- en su propia obra… más que el de observar, estudiar, respetar, a los hombres… a través de una tarea paciente y persistente… y a partir de una elección de modestia fundamental. Humilde es el hombre sin nombre, humilde será el retratista”.

Un nuevo texto de Didi Huberman, ambicioso en su recorrido propuesto, celebrable en su anacronismo por la apuesta política al largo trazo, con momentos de alto encumbramiento intelectual, con otros de persistencias en algunas ejemplificaciones algo más someras,  que terminan por configurar, en definitiva, un sugestivo y movilizante llamado a la responsabilidad (palabreja ligera y fatalmente desestimada en nuestra tintineante contemporaneidad), ya que “no basta con mantener los ojos abiertos para ver que nos encontramos en un verdadero campo de escombros”.

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